Llegó a las 2 de la mañana y no
durmió hasta las 6 y 15 que fue cuando entró a la ducha, antes de succionar el
último `jalòn`. Esas ganas, ese deseo incontrolabe, estaba picado. Ahora el incómodo
canto de los gallos empieza a desvanecerse igual que los síntomas `placenteros` de los jalones;
tiembla, tiene la boca amarga y pastosa, sus manos, torpemente abren la llave
de agua caliente. El agua alivia un poco la ansiedad y el malestar. Cada vez
que sus ojos cambian de dirección, el mundo y lo que en él existe se mueve. Se
sugestiona, se dice a si mismo que todo va a estar bien para controlar el
malestar psicológico, las preocupaciones de tener que ir a trabajar. El dolor
físico no lo cura nada, excepto dormir, ya empieza a sentir la abstinencia. Solo
piensa en llegar, pedir permiso alegando alguna enfermedad y regresar a su
dormitorio y dormir. La madrugada terminó muy pronto, como lo que contenía su
pipa; además por chatear con - según su buen
gusto - una hermosa fotógrafa que vive en la capital y por la excesiva
necesidad de fumar la sustancia. Al
amanecer solo le quedaban sus ojos color bermellón y una intranquilidad que provenía
de las entrañas del espíritu. No tiene tiempo para el arrepentimiento. Sale de
la ducha y con dificultad se viste. Tiembla (ese síntoma lo acompañará por el
resto de sus días), las extremidades no responden las órdenes de su cerebro,
quiere vomitar y la taquicardia ahoga su respiración. Cuarto para las 8, ya en
la calle, saluda con desgano al vecino. Se apresura a coger un taxi. En su
interior los síntomas se vuelven latentes, elevan su poder. –¿A dónde señor?- pregunta
impaciente el taxista. Con las neuronas amortiguadas, quemadas y el último
aliento piensa en cómo salir de la oficina. El taxi gira bruscamente, los
líquidos se arremolinan en su estómago, se controla, abre la ventana para
respirar el aire limpio y frío de la mañana. Al menos no tiene olor a alcohol, solo
de un vaso de vino que duró el efímero paso de la madrugada y del placer. El
corazón baila en su pecho. Paga el taxi, tiembla, se baja, cierra la puerta, respira
hondo aunque es más un suspiro entrecortado. En ese estado, nadie soporta estar
con gente al rededor. 5 para las 8. La fila para digitar el registro de
asistencia se mueve despacio, saluda con alguien. –Buenos días- dice una voz de
mujer que pasa a su lado, su perfume es
meloso, se marea. Siente que tod@s le miran, pero se consuela pensando que es
por la sustancia en él, -no, no estoy
llamando la atención- piensa. Llega a la oficina donde cumple funciones específicas
de un comunicador, hay unas 3 personas conversando cerca de la entrada. Alcanza
a articular un -buenos días- con una voz que le parece hueca, seca, sin vida y pasa de largo a su escritorio. Alguien le mira
fijamente, con habilidad esquiva esos ojos. Prende la computadora y respira. No
soporta estar quieto, va al baño, moja sus párpados y sus palabras. Medio
aliviado, calcula que decir para salir y dormir 2 horas, -solo 2 horas y voy a
estar mejor…- piensa. Regresa a su escritorio, mira rápidamente para todas
partes (menos a ojos humanos, no los tolera). No puede evitarlo y su mirada se
cruza con los iris color café claro de su compañera. –Anoche fue la despedida
de unos amigo que se van para México– se apresura a decir. –No he dormido nada-
concluye con énfasis dando por terminada la interacción personal; regresa la
mirada al monitor. A ella parece importarle un carajo sus argumentos, responde
con desgano un –ahhhh -; por la mueca en su rostro y por su perfil psicológico,
seguramente piensa en la irresponsabilidad de desvelarse entre semana por
cuestiones sociales, esto además de la “extraordinaria” capacidad que tenemos
la mayoría de seres humanos para juzgar y prejuiciar todo lo que pueda ser criticado.
Ja!, siempre ayuda una actitud así. De vuelta a la computadora, finge abrir un
documento y empieza a tratar de leerlo. Todo se mueve, las letras son masas
amorfas color negro que van de un lugar a otro en el fondo blanco, se desespera,
no se siente cómodo, solo quiere dormir. Inseparables, la taquicardia y la
ansiedad se van pero vuelven con fuerza tomadas de la mano.
8 y 30 entra su jefe. Saludan
normalmente. Es su oportunidad. En busca de argumentos para obtener un permiso,
las enfermedades más inútiles y raras vienen a su cabeza: síndrome de Estocolmo,
síndrome del hombre lobo, Coprofília, síndrome del Impostor, síndrome del
acento extranjero, gripe del Congo, síndrome del hígado extranjero -maldita sea!!!–
dice para sus adentros. Hora de la verdad. Se levanta de su silla y camina
hacia el escritorio que está al fondo de la oficina que alberga a unos 8
trabajadores, su jefe que lo mira avanzar. -Economista Buenos días, no me
siento muy bien, ayer tuve una reunión que se prolongó y comimos mariscos al
parecer en mal estado creo que necesito un doc….-. Una pila de papeles vuelan como
hojas de árboles, con el poder del viento de verano otoñal; su cuerpo cae
torpemente sobre un escritorio, el golpe en el piso no lo tiene registrado,
salvo por un chibolo en el parietal izquierdo y dinero en su cuenta por la
liquidación. Esa madrugada, la misma rutina solo que esta vez alternaba el chat
con la incesante búsqueda de trabajo, sus manos tiemblan cada vez que enciende
la fosforera. -No entiendo porqué me despidieron- es el texto que se lee en el
chat.
FILÁNTROPO
ANTROPÓFAGO